Foto: Juan Biaggini/Prensa ACA |
En 2017 acompañé sin descanso a la larga caravana que tomó parte del Gran Premio Histórico del Automóvil Club Argentino. Ya había cubierto la carrera más simpática del ACA en varias oportunidades, contando historias de competidores increíbles y parajes insólitos, pero nunca más allá de una o dos etapas... En cambio, dos años atrás, seguí el GP completo, bien desde adentro, y escribí entonces una larga nota que publicó el diario La Nación. Ante una nueva edición del GP Histórico, reproduzco los mejores momentos de aquella travesía fabulosa:
No usan buzo antiflama. Ni casco. Algunos utilizan guantes de manejo con la punta de los dedos recortadas, al estilo de los ’60, como un homenaje a la carrera. Van de pantalón y chomba, con zapatos, nada que los delate, salvo la credencial roja en la que se lee: Piloto. Son algo más de 140 que pudieron entregarse a la dulce locura de correr otro Gran Premio Histórico, el XV de los que organiza el Automóvil Club Argentino.
“Yo le digo a mi mujer: ‘pedime lo que quieras, ¡lo que quieras!, pero nunca, nunca me pidas que no corra el Gran Premio'”, confiesa Rosendo Godoy, de Pergamino, uno de tantos habitués de esta cita anual, que dejó su Falcon TC réplica para inscribir uno de los primeros Peugeot 504.
No son profesionales ni tienen grandes sponsors que cubran los gastos o abonen los mejores hoteles. En los finales de etapa, en Tucumán, Catamarca o San Juan, comparten los hoteles después de estacionar sus autos de carrera en la puerta. Intercambian anécdotas, se la pasan bromeándose unos a otros y viven la aventura más allá del resultado. “Vengo a vivir una fiesta, me paso una semana sin problemas o, mejor dicho, con otro tipo de problemas: ayer se nos rompió el odómetro”, señala Héctor Pardal, piloto del anaranjado Torino N° 38, presentado como una Liebre 1 y ½ de TC.
No son rivales sino amigos. “En la anteúltima etapa, al Peugeot 404 de los Galardi, que venían ganando, se les rompió el radiador. Todos los que peleaban con ellos pararon a ayudarlo, a ver cómo podían repararlo, a ofrecer sus bidones para cargar agua. Ese es el espíritu del Gran Premio”, resume Raúl Oscar Gattelet, el historiador del automovilismo de Arrecifes, que navega el Fiat 1500 N° 407.
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“El navegante es importante, y a veces venimos a las puteadas porque necesitamos que todo funcione a la perfección”, cuenta Moisés Osman, que corrió con su hijo Maximiliano. “Pero también el piloto tiene peso, porque debe tener mucha precisión para pasar a horario los controles, para no recorrer metros de más en las curvas, especialmente en la montaña, y también se requiere de un auto con buena potencia para pasar de cero a la largada de cada PC en 40 segundos”.
Este GPH costó a sus animadores entre 60.000 y 80.000 pesos por auto: sólo de inscripción había que pagar 27 mil, y el combustible necesario para dar la vuelta significaba otros 10 a 12 mil pesos, además de otros rubros como la preparación o el alojamiento.
Por eso, aquella cifra mítica de 330 autos en 2010, adelgazó hasta los 140 de esta caravana. “Mi 504 tiene la licencia número 1708 para correr el GPH, ¿dónde están todos esos autos?”, se pregunta Godoy. “Muchos se quedaron en los garajes”, explica Arturo Abella Nazar, veterano de la Vuelta a la América del Sur de 1978, que corrió 25 rallies de Argentina por el campeonato mundial. “¿Sabés la gente que fue llorando a la largada porque no podía correr el GP?”. El entusiasta de San Isidro anotó a último momento su 404, el modelo más popular de la carrera, con 36 participantes. “Es el coche más barato para conseguir, el más sencillo de preparar, se consiguen muchos repuestos todavía, los expertos saben de un par de guaridas dónde abastecerse.”, cuenta.
A los que pudieron largar, el recorrido les entrega una recompensa. La caravana se da el gusto de circular por la mitad vigente del viejo circuito de Turismo Carretera de los Cóndores, de bajar la Cuesta del Portezuelo, de desandar el fabuloso y flamante tramo de caracoles entre Ischigualasto y Huaco, en San Juan, de recorrer el camino de las Altas Cumbres con niebla y lluvia, de atravesar el crecido vado del río San José, el mismo que en 1981 casi se lleva al Maestro Eduardo Copello.
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Uno de los autos más aplaudidos en el camino es la cupé Chevrolet amarilla de Marcos Ciani (h), hijo del legendario piloto de Venado Tuerto, que ya va por su quinto GPH. “Vamos bien, el problema es el calor”, cuenta su navegante Leandro Rinaldi. “En el auto no hay muchas aberturas y si se bajan los vidrios, el ruido del motor le impide a Marcos escuchar el odómetro”.
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¿Cuánto cuesta una cupé como esa? Seguramente no tienen precio. “La mía debe valer unos 30 mil dólares”, cuenta don Pedro Sarri (77 años, de Capilla del Señor), piloto de su Ford ’38 verde y amarilla equipada con motor Fairlane 4.7. “Me gustaría ponerle el motor Cobra que tiene el Mustang”, asegura, apuntando a una de las estrellas de la carrera, un Shelby GT350 que vino de Uruguay. Sarri se queja de que “en los pisos malos la cupé va rebotando y perdemos justeza en las mediciones. Yo fui campeón de regularidad, pero acá no nos está yendo bien”. Terminó tercero en su clase, el TC “B”.
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“Yo les digo a los dirigentes: ¡cuiden el Gran Premio, cuídenlo!”, reclama Godoy antes de largar la última etapa, en Villa General Belgrano. Dentro de un mes, el alma-mater de la carrera, el doctor Jorge Revello, vice 2° del ACA, dará la señal de largada para la organización del GPH de 2018. “Nada como el noroeste para el Gran Premio, lo mejor es ir hacia donde haya caminos de sierras o montañas, correr por caminos planos le quita encanto”, asegura. Es parte de la religión.
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