PAUL NEWMAN Y STEVE MCQUEEN: DEL CINE A LE MANS, DEL EXITO A LA QUIEBRA


No querían convertirse en grandes leyendas del automovilismo. Ya lo eran en su principal actividad. Pero los registros dan constancia de algunos resultados asombrosos. En 1979, los quisquillosos flics franceses la emprendieron a golpes de bastón contra los molestos paparazzi que se entrometían en la faena del equipo que hacía el service del Porsche número 70. Eran nada menos que las 24 Horas de Le Mans, una de las tres carreras más famosas del planeta; en las listas de inscriptos figuraba un tal “P.L.Newman” como uno de los tres conductores del coche, un Porsche 935 de 700 HP. Poco tardaron en descubrir los periodistas que detrás de esos anteojos oscuros y la modestia de la presentación se encontraba Paul Newman, una leyenda del cine.

Para entonces, Steve McQueen giraba las últimas vueltas de su vida consumido por una rara forma de cáncer: el mesotelioma. En la década del ’70 había protagonizado ya fabulosos éxitos de taquilla como La fuga, Papillon o Infierno en la torre (coprotagonizada con Newman), que lo ayudaron a recuperarse del que fue, quizás, su más grande fracaso: la película Le Mans.

Allí donde Newman se convertía en inesperado foco de atención nueve años más tarde, McQueen había sido impedido de correr –¡por su propia compañía productora!– un Porsche 917 que pensaba compartir nada menos que con Jackie Stewart, que en 1970 era el campeón mundial vigente de Fórmula 1. La obsesión del actor que había pasado su infancia en Indianápolis era disputar la carrera que quería llevar a la pantalla grande. No logró el primer cometido y aunque pudo con lo segundo, le costó su matrimonio, su compañía, parte de su riqueza y su amor por las carreras de autos.

El recorrido de Newman había sido inverso: cuando llegó a Le Mans ya habían transcurrido 10 años del estreno de Winning!, que en la Argentina se conoció como 500 Millas. Encarnar a un piloto profesional (Frank Capua en la ficción), despertó su afición por la velocidad, que acabó convirtiéndose en una campaña de 35 años entre campeonatos amateurs y carreras profesionales. Robert Redford, su amigo y quien coprotagonizó con él filmes como Butch Cassidy o El golpe, dijo de Newman: “No se sentía tironeado entre los autos y las películas: ser actor venía después de las carreras”.

Para cuando llegó a Le Mans, con 54 años, Newman había ganado un par de campeonatos del Sports Car Club of America (SCCA) con los Datsun del equipo de Bob Sharp. Corría desde los 48 y no era un improvisado; aunque solo condujo durante 5 de las 24 horas –y en un momento, durante la neblinosa noche, devolvió el volante después de haber manejado apenas 35 minutos–, su esfuerzo contribuyó al segundo puesto final, después de haber arañado la victoria. El alemán Rolf Stommelen, que había corrido 63 Grand Prix de F1, condujo durante 13 de las 24 horas, y el dueño del auto, el californiano Dick Barbour, completó los turnos. De todas formas, ganaron su clase.

Paul Newman junto al Porsche 935 en las 24 Horas de Le Mans de 1979.

Aquella de 1979 fue una auténtica edición de película: dos de los ganadores, los hermanos de Fort Lauderdale Don y Bill Whittington, pagaron el alquiler del 935 vencedor con dinero sucio, obtenido del narcotráfico, una actividad por la que acabaron encarcelados en los ’80. Newman intentó pasar lo más inadvertido posible durante la carrera: era un piloto más, no una estrella. Más tarde admitió que había sido la carrera que más satisfacciones le deparó. Pero lo incordiaron tanto los paparazzi que nunca más volvió a Le Mans (el Porsche 935 N° 70 acaba de ser adquirido por el animador televisivo Adam Carolla, que gastó casi 5 millones de dólares en la compra. Carolla fue el productor y director del documental Winning: la vida de Paul Newman en las carreras).

En 1995 repitió el éxito en las 24 Horas de Daytona. Tenía 70 años y compartió un Ford Mustang con el piloto Tommy Kendall y el periodista Michael Brockman y el tercer lugar final les aseguró el triunfo en la clase GT. Newman corrió para promocionar su venidero filme, Nobody’s fool. Según el Libro Guinness, fue el piloto más veterano en ganar una carrera profesional. En total, obtuvo cuatro títulos del SCCA, el último en 1986. Su campaña acabó en 2007, al ganar dos carreritas en el circuito de su zona, Lime Rock, en Connecticut… ¡a los 82 años! No por nada, sobre el escritorio de Enzo Ferrari se posó –desde 1978 hasta el día de la muerte del Commendatore, diez años más tarde– un cavallino rampante en vidrio negro. Había sido un obsequio de Paul Newman...

Un obstinado


Steve McQueen había vivido tantas penurias en su infancia que, cuando se transformó en estrella, solía pedir dos desayunos en los hoteles: uno lo dejaba intacto como prueba de todo lo que podía hacer entonces con su dinero. En 1958, a los 28 años, compró su primer auto deportivo, un Porsche Super Speedster 1600, e inició una colección que llegó a tener 55 coches y 210 motos al momento de su muerte. Con ese Porsche disputó su primera carrera amateur en 1959 y llegó a competir en Brands Hatch (Inglaterra) en 1961, con un Mini; fue tercero detrás de Vic Elford, quien siete años más tarde ganaría el Rally de Montecarlo y las 24 Horas de Daytona en apenas ocho días…

Se involucró en los primeros pasos de la producción de lo que luego sería Grand Prix, la película más prestigiosa sobre automovilismo en la historia del cine; pero sus ideas no coincidían con las del director John Frankenheimer.

Solar Productions, su compañía, produjo Bullitt en 1968, con persecuciones automovilísticas ya míticas por las calles de San Francisco. McQueen lamentó que se usaran dobles de riesgo para filmar esas escenas: quería rodarlas él mismo.

Para entonces había decidido que haría su película de automovilismo, no basada en su idea original –un piloto que llega al título mundial de F1 pese a sufrir severos problemas psicológicos– sino en las 24 Horas de Le Mans. Concurrió a la edición de 1969 con ejecutivos de la compañía y cuando vio en la pista al Porsche 917 decidió que ese sería el auto que conduciría en el filme.

La Solar compró para él un Porsche 908 de tres litros y 400 HP, y teniendo como coach al californiano Richie Ginther (que corrió casi una década en F1 y ganó el GP de México de 1965), el actor ganó dos competencias menores en Phoenix y Holtville, antes de probarse en una carrera por el Campeonato Mundial de Marcas, las 12 Horas de Sebring, en marzo de 1970. Su compañero sería un compatriota, Peter Revson, heredero de una de las compañías de cosméticos, Revlon, más grande del mundo. 

Revson (como Stommelen nueve años más tarde) manejó la mayor parte de la carrera, siendo de dos a tres segundos por vuelta más rápido que la estrella, pero la publicidad la generó McQueen, que corrió con un pie enyesado producto de un accidente en moto y que, a media hora del final, ¡estaba en la punta! Sobre la bandera a cuadros lo superó la Ferrari 512 de Mario Andretti, pero el dúo McQueen-Revson fue segundo y ganó la clase SP.

Ese resultado lo alentó a competir en Le Mans con planes grandiosos. Pero la empresa que financiaba la película le impidió hacerlo por cuestiones de seguros. El 908 fue dotado de dos cámaras, y dos pilotos profesionales, Herbert Linge y Jonathan Williams, se dedicaron a girar las 24 Horas capturando imágenes de la prueba: en boxes se reabastecían de combustible, cubiertas y celuloide…

En un punto, McQueen se salió con la suya: la compañía no pudo evitar que actuara las escenas de riesgo a bordo de su 917 sin utilizar dobles. Pero, en definitiva, Le Mans fue un fiasco. Se rodó sin un guión, el director John Sturges abandonó la filmación, el rodaje tardó dos meses más de lo previsto y los gastos superaron cómodamente lo presupuestado. McQueen fue apartado del proceso de edición final y la película apenas recaudó 22 millones de dólares, mandando a Solar a la quiebra. 

Steve McQueen encarnando a "Michael Delaney" en "Le Mans, el filme que llevaría  a su productora a la quiebra.

Quizás lo más memorable de aquella aventura fue una línea que Michael Delaney, el personaje principal, pronuncia sobre el sentido de la vida: Sólo las carreras son la vida; todo lo que ocurre antes o después sólo es espera”. Pero su imagen en indumentaria de carrera, el buzo blanco con las franjas celeste y naranja, se transformó en un ícono de la virilidad todavía vigente.

Más que dos caras bonitas, a ambos los unía algo: llevaban fierro en la sangre.



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